18 junio 2007

DE CURAS ROJOS. En el "PAIS" del domingo 17 de Junio del 2007



De curas rojos,
misas de Estado y de barrio


QUINTÍN GARCÍA GONZÁLEZ 17/06/2007

¿Es que acaso son iguales el grupo humano que participó, presidido por el cardenal Rouco, en la misa de Estado de la boda del Príncipe y el que forma la parroquia de San Carlos de Entrevías? En la boda del Príncipe estaban todos los principales del país. En la parroquia se suelen mover cristianos de extracción y conciencia popular, personas del ámbito de la marginación, Madres contra la Droga, Traperos de Emaús, excluidos sociales.
¿Son semejantes este grupo humano y el que, presidido por el cardenal Rouco, celebró la misa de la boda de la hija de Aznar, formado por muchos de los peces gordos del poder económico, político, la llamada gente guapa y pija de la sociedad nacional e internacional, a los que vimos en los periódicos hacer confesión de fe económica y social nada evangélicas, y en las revistas del corazón hacer exhibición de sus grandes e injustas fortunas, de sus fiestas, despilfarros y hasta de sus obras de caridad insultantes? ¿Se parecen en algo el grupo de Entrevías y el de cardenales, obispos, monaguillos mil, guardias suizos, banqueros y cuerpo diplomático del Estado vaticano, diseñadores de magnificentes ceremonias religiosas egipcias, jefes de todos los Estados del mundo -incluido el Bush de la guerra de Irak condenada por el difunto-, de los grandes movimientos de espiritualidad neoconservadora y papista que ponen a disposición de la mayor honra y gloria del Vaticano sus grandes plataformas y medios para llenar plazas y magnificar actos con multitu des cautivas?

¿Son los mismos quienes asisten a la eucaristía ilegal -por creativa, expresiva, provocadora- y los miles y miles de fieles -tampoco tantos, según las estadísticas- que asistimos a la repetida y repetida misa de 12 dominical, costumbrista, desgranada en un lenguaje oficial e impuesto, amordazados sus participantes por leyes y rúbricas litúrgicas ajenas, inadaptadas y angelicales? ¿Tienen las mismas preocupaciones vitales, las mismas sensibilidades, parecidas ideas sociales? ¿Usan los mismos templos; invierten en sus instalaciones y palacios y catedrales las mismas millonarias cantidades; tienen las mismas riquezas en vasos sagrados, en arte, los mismos periódicos, radios, revistas? ¿Tiene el cardenal Rouco -condenador del lenguaje y las formas celebrativas propias de la comunidad de San Carlos-, miembro de esas élites que celebran las misas de Estado y similares, ocupado en altas reuniones y en refundir todos los días el ideario cristiano de la Cope para adaptarlo a las exigencias mediáticas, políticas y económicas de sus principales voceros y grupos de presión, tiene, digo, la misma sensibilidad y lenguaje de los sectores populares y excluidos de Entrevías? ¿O al menos conocimiento y capacidad para entender esos lenguajes? ¿La misma experiencia, entrega, disponibilidad a lavar los pies y a curar que José, Javier y Enrique, sacerdotes de la parroquia?


Es obvio que no son iguales, ni parecidos en sus formas de vida, en sus sensibilidades, en sus lenguajes en suma, los miembros de San Carlos y los usuarios de la boda principesca, o los amigos del señor Aznar y su hija, o el mismo señor cardenal, o los participantes del esplendente y magnificente entierro de Juan Pablo II y la consiguiente entronización del actual Papa reinante. Ni de la gran mayoría de los que vamos a las misas de 12 los domingos y fiestas de guardar. Y si somos tan distintos, ¿cómo entonces poder recitar, unos y otros, el mismo credo con sus redacciones alambicadas y sus formulaciones filosóficas y medievales? ¿Cómo pedir perdón con las mismas palabras y gestos el fariseo y el publicano, el ladrón de alto standing, civil o vaticano -asunto Banco Ambrosiano-, participante en una de las misas antes citadas o el chaval que roba un reloj de mercadillo para vender y comprar luego mierda con que inyectarse? ¿Cómo hacer los mismos gestos, decir las mismas expresiones, usar los mismos símbolos, si queremos que éstos digan algo a personas tan distintas? ¿Cómo experimentar la fraternidad unos y otros con intereses tan contrapuestos y sin que las palabras evangélicas queden domesticadas y devaluadas, convertidas en pamplina para álbumes de bodas, o de hieráticas, faraónicas retransmisiones televisivas urbi et orbi, bien cantadas y perfumadas de incienso? Si somos tan distintos ¿cómo no entender, y respetar, y hasta aplaudir el derecho personal y grupal al lenguaje propio, creativo, expresivo en las celebraciones? Por coherencia sociológica, lingüística e intelectual, pero sobre todo por fidelidad al Cristo de la Última Cena en un barrio de Jerusalén.

El cardenal ha dado para anular oficialmente las celebraciones de la parroquia -¡cómo separar actividad misericordiosa y celebración y compromiso!- razones litúrgicas. Estoy convencido de que la condena no ha sido por razones litúrgicas, al fin y al cabo cambiantes, adaptables a culturas y tiempos (Vaticano II), sino de espiritualidad, es decir: por una forma de vivir, sentir y expresar la herencia del Señor Jesús. Esa espiritualidad de Entrevías escuece y cuestiona las espiritualidades de los sanedrines eclesiásticos. Y las de cuantos estamos instalados en este catolicismo de misa de 12 reglada y privilegios históricos; en esta religiosidad precristiana del Templo, de la Ley y del Sábado.

Aún una pregunta final: ¿qué misas actualizan mejor la Cena Última del Señor Jesús, que sería el primer criterio?: ¿las misas de Estado arriba señaladas o las de la comunidad de San Carlos? ¿Quién cumple mejor la herencia del Maestro: "Haced esto en memoria mía", después de lavarles los pies? San Carlos, sin ninguna duda. Y, encima, ellos -populares y excluidos, sencillos, bienaventurados- no se atreven a prohibir al cardenal sus misas de Estado.

Quintín García González es sacerdote dominico y periodista, autor de Carne en fulgor, último premio Kutxa de Poesía Ciudad de Irún.

12 junio 2007

LA IZQUIERDA de Antonio Aramayona

Este artículo se publicó antes de las elecciones

IZQUIERDA

Ahora que se aproximan las elecciones, está llegando a su fin una etapa más en la carrera hacia el centro: al parecer, todos quieren ocupar el centro, para captar así lo votos del supuesto ciudadano con mentalidad media, gustos medios, intereses medios, problemas medios y aspiraciones medias. Las recientes elecciones presidenciales francesas han girado, según todos los comentaristas, alrededor del anhelado centro, y el propio José Borrell interpretaba hace unos días en estas mismas páginas la política europea desde lo que él denominaba “la tentación centrista”.

Supongo que nuestros políticos no habrán olvidado por qué y para qué están metidos en los asuntos de la cosa pública, incluso cuando lanzan sin descanso su caña de pescar para conseguir abundantes y suculentos votos en ese centro ideal. Tampoco habrán olvidado quizá que para llevar a cabo los programas es preciso tener el poder de realizarlas, pero el poder, por sí mismo, no constituye ninguna meta. Uno no es político por tener el poder (mucho menos para tenerlo), por la misma razón de que uno no es escritor por tener un bolígrafo.

Ahora que se aproximan las elecciones y ya quedan menos cosas por inaugurar, es tiempo también de que cada cual se ponga en su sitio. Y, si no lo hace, de que lo pongan en su sitio los ciudadanos. De hecho, mi amigo Ángel lleva ya unas cuantas semanas enfrascado en analizar las posiciones políticas existentes. De un conservador, por ejemplo, mi amigo Ángel no espera nada, salvo que sea honesto, relativamente feliz y que no gane las elecciones. Ahora bien, de quien se sitúa en eso que antes se denominaba, sin anestesias ni rodeos, “izquierda”, espera que al menos no sufra un ataque agudo de amnesia.

La izquierda amnésica, sin utopías en su horizonte, no es izquierda ni es nada. La utopía no consiste en un mundo de sueños imposibles y al margen de la realidad, sino en la aspiración que todos tenemos a la realización plena de algo (amor, política, sociedad, trabajo, vivienda, educación, ocio, etc...), el impulso de la realidad concreta hacia lo óptimo, hacia lo cabalmente desarrollado. Es preciso que la izquierda ofrezca sin complejos utopías y apueste realmente por hacerlas efectivas. De no hacerlo así, la utopía languidece entre la cachaza de la resignación.

La utopía quiere vivienda y trabajo dignos para todos, educación de calidad y sanidad de calidad para todos. No se contenta, en nombre del realismo y del pragmatismo, con proclamar sus metas con sordina. La izquierda no ha de aceptar los beneficios ingentes de las grandes empresas, un solo piso vacío sin motivo, la desigualdad consentida entre los trabajadores y los seres humanos, cualquier contribución a la carrera de armamentos, al comercio de armas o al mantenimiento de guerras y conflictos injustos. La izquierda no ha de aceptar centros de enseñanza privados pagados por el erario público, pero que de hecho sirven solo a las clases sociales que no quieren verse mezcladas con una parte del alumnado y de la sociedad que consideran contaminantes.

La utopía no se siente cómoda con corsés, vallas y fronteras. No es casual que la izquierda tenga a la Internacional por su himno identitario. Aprecia los valores de cada país y de cada pueblo, pues enriquece sus señas y su historia, pero al mismo tiempo es irrenunciablemente internacionalista: sabe que nada estará completo mientras un solo ser humano y un trozo del planeta sufran injusticia y explotación. La izquierda debe considerar el déficit cero y el PIB de la nación, pero mucho más el comercio internacional justo, los derechos humanos universales, las reivindicaciones justas de los más desfavorecidos.

Quizá algunos bienpensantes que chapotean en la bonanza de sus prebendas se mofen de las utopías de la izquierda, y consideren a sus miembros locos ignorantes. Frente a ellos, la izquierda debe proclamarse con firmeza y fiereza partidaria del librepensamiento, del laicismo, de la socialización de los servicios y los medios de producción básicos del país y del mundo, del pacifismo sin paliativos. La izquierda está por un mundo donde todos, sin excepción, sean libres, iguales y dueños de sí mismos. La izquierda está por la lucha de clases mientras haya una clase que viva a costa del pueblo y de los trabajadores.

Si todo esto le parece excesivo a algunos y tratan de encontrar cobijo en el omnímodo centro, tienen todo el derecho a ser y estar donde deseen, pero sin crear confusión y sin ataques de amnesia.